En el mundo del deporte, el error es tratado como si fuera una maldición gitana. Fallás un pase, un penal, un saque… y de repente todo el mundo te mira como si hubieses vendido el partido por un perro caliente.
A mí me pasa todo el tiempo. Llega el chamo al consultorio, 12 años, cara de tragedia griega, y me dice: “Profe, fallé el gol de la victoria”. Y detrás de él viene el papá, con cara de “yo no crié un perdedor”.
Y el entrenador, ni te cuento… se está tomando la valeriana en gotas.
Y yo los miro y les digo, con toda la calma del que ya ha visto esto mil veces:
“¿Y cuál es el problema? ¿Quién les dijo que el error no forma parte del juego?”
Porque, seamos serios, ¿qué deporte estás viendo tú donde nadie se equivoque? ¿El de los Avengers?
No chico. En el fútbol, en el tenis, en el béisbol… el error es parte del paquete.
La diferencia está en cómo lo gestionás.
Fallar no debería ser una condena. Debería ser una conversación.
Un: “Ok, la embarraste… ¿y ahora qué aprendiste?”
Un: “¿Qué vas a hacer distinto la próxima vez?”
Porque ahí es donde se ve si el deportista es solo talento… o también tiene cabeza.
El error es como el café sin azúcar: amargo al principio, pero necesario si querés despertar.
Yo he visto niños que después de fallar un penal se quieren retirar del deporte. Y también he visto otros que, después del mismo error, dicen: “La próxima la clavo en el ángulo”.
¿Ves la diferencia?
No es lo que pasó. Es cómo lo interpretaron.
Así que la próxima vez que tu hijo falle, no lo sermonees como si hubiera dejado la luz del baño encendida.
Acompañalo. Escuchalo. Y recordale que errar no lo define como atleta, sino como humano.
Y que lo verdaderamente valiente… es volver a intentarlo.
Porque si el deporte no te enseña a fallar y seguir, entonces no estás aprendiendo nada.