Lo que aprendí como jurado en la Copa Kai de Robótica

No sé si a ustedes les pasa, pero a mí me sucede seguido: uno va a un evento esperando ver robots y termina viendo gente. No digo gente normal, de la que uno se cruza en el supermercado, no. Digo humanidad. Esa que vibra, que se equivoca, que se levanta, que se emociona por una tuerca floja y se abraza porque el sensor logró hacer girar la ruedita. Esa humanidad que no tiene cableado, pero que brilla. Y eso fue lo que vi en la Copa Kai de Robótica. Sí, robótica. Donde uno esperaría encontrar frialdad y circuitos, terminé encontrando calor humano, creatividad, resiliencia… y algunas lágrimas, claro.

Participé como jurado. Psicólogo deportivo metido en territorio geek. Un infiltrado en un mundo donde se programa más rápido que lo que yo tardo en abrir una botella de agua. Pero ahí estaba, fascinado, como niño viendo magia. Porque eso hacían: magia con códigos, con sensores, con cartón, con cinta adhesiva… y sobre todo, con esperanza.

Porque lo que me sorprendió no fueron solo los proyectos (que eran alucinantes), ni la precisión de los robots (que, dicho sea de paso, tenían más equilibrio emocional que varios adultos que conozco). Lo que me voló la cabeza fue ver a estos chicos de colegios públicos y privados, compartir un mismo sueño: construir soluciones. Soluciones a problemas reales. Soluciones que no están en los manuales. Soluciones que empiezan, como todo lo bueno, con una pregunta y muchas ganas.

Y entonces pasa lo inesperado.

Uno de los robots se cae. Literalmente. Se desarma en la pista. Los chicos se miran, se les borra la sonrisa por tres segundos. Pero no hay gritos, no hay drama, no hay «la culpa es tuya». Hay manos que actúan. Manos pequeñas que reconstruyen. Mentes jóvenes que recalculan. En cinco minutos, ese robot estaba de pie otra vez. No como antes. Mejor. Con más amor, con más unión. Eso es resiliencia. Y no hay algoritmo que la enseñe.

Vi equipos abrazarse por perder y otros consolar al grupo que quedó fuera. Vi a un niño de 11 años calmar a su compañero diciéndole: «Tranquilo, el error fue nuestro maestro.» Casi lo adopto en ese momento. Vi a una niña que, cuando su robot no giró como debía, se rió, miró al cielo y dijo: «Bueno, parece que quiere bailar.» Y siguió. Eso es inteligencia emocional. Y no aparece en las estadísticas del torneo.

Claro, también vi tensión. Porque había competencia. Había jurados. Había reglas. Pero todo estaba bañado en una nobleza que cuesta encontrar en los debates políticos o en las reuniones de adultos. Ellos querían ganar, sí. Pero querían aún más que su proyecto funcionara, que su equipo brillara, que su escuela se sintiera orgullosa.

Ahí entendí que estos chicos no vinieron a competir. Vinieron a construir.

Y no sólo máquinas. Construyen comunidad. Construyen vínculos. Construyen fe en que se puede. Se puede soñar desde una escuela sin aire acondicionado. Se puede innovar desde una caja de cartón. Se puede resistir sin perder la ternura ni el humor.

Yo, que vengo del mundo del deporte, sé lo que cuesta levantarse después de una derrota. Lo que implica confiar en tu compañero cuando todo va mal. Lo que pesa el fracaso cuando uno ha entrenado tanto. Y por eso lo que vi me pareció gigantesco. Porque estos chicos no tenían premios millonarios en juego. Ni contratos. Ni fama. Tenían solo un sueño y una laptop medio vieja. Pero los vi volar.

¿Y saben qué? Me enseñaron más que muchos libros.

Me enseñaron que no hay mejor software que el corazón. Que no hay mejor procesador que una mente que no se rinde. Que el verdadero avance tecnológico no es lograr que el robot camine en línea recta, sino lograr que un equipo funcione en armonía cuando todo se tambalea.

La Copa Kai fue eso: una metáfora viva de lo que podríamos ser como sociedad si trabajáramos como esos chicos. Con propósito, con respeto, con humildad. Porque nadie se hace grande solo. Ni Messi ni un robot. Se necesita equipo, ensayo, errores… y una cuota inmensa de humanidad.

Al final del día, mientras nos tomábamos una foto grupal, uno de los organizadores me dijo:
«Ojalá estos chamos nunca pierdan esa pasión.»
Y yo pensé: «Ojalá no se la apaguemos nosotros.»

Porque ellos no están esperando que el mundo mejore para actuar. Están actuando para mejorar el mundo.

Y lo están haciendo con robots. Pero, sobre todo, con humanidad.

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