Muchos padres se preguntan en silencio: «¿Será que ya no le gusta?». Ver a un hijo que antes corría feliz al entrenamiento y ahora pone excusas, muestra apatía o responde con fastidio, puede ser desconcertante. La pasión por el deporte puede apagarse. Y no siempre es por flojera. A veces, es una señal que urge atender.
La primera gran pista está en la actitud. Un niño motivado puede estar cansado, sí, pero su lenguaje corporal sigue mostrando conexión con la actividad. En cambio, cuando la pasión se apaga, aparece la indiferencia. Ya no hay brillo en los ojos al hablar del juego. El uniforme se convierte en una obligación y no en una identidad.
Es crucial no confundir la pérdida de pasión con un mal día o una mala semana. Todos podemos tener bajones. Pero si el rechazo al deporte se vuelve constante, hay que mirar más profundo. ¿Qué cambió? ¿Fue una lesión, un nuevo entrenador, un conflicto con compañeros, presión desde casa? La pérdida de sentido muchas veces se origina en factores externos mal gestionados.
Desde la psicología deportiva, proponemos observar con empatía y preguntar con tacto. No interrogar, sino abrir un espacio seguro: “¿Qué está pasando últimamente con el fútbol?”, “¿Sientes que algo cambió?”, “¿Qué te gustaría que fuera distinto?”. Escuchar sin juzgar es la mejor herramienta para comprender lo que siente.
Además, es importante revisar si el entorno ha dejado de ser un espacio positivo. A veces, la excesiva competitividad, la comparación constante o el miedo a fallar terminan asfixiando el deseo genuino de jugar. Cuando el deporte deja de ser divertido y se convierte en un examen, el niño desconecta.
También puede ocurrir que el niño haya evolucionado en sus intereses. Y eso no está mal. A veces nos aferramos a una imagen de nuestro hijo como “el futbolista”, “la nadadora” o “el karateka”, y olvidamos que también tiene derecho a explorar, cambiar y descubrir nuevas pasiones.
Reconocer que la pasión se ha perdido no significa renunciar a formar. Significa acompañar mejor. Si el deporte dejó de ser su lugar, es momento de abrir la conversación y apoyar sin imponer. Porque lo más importante no es que tu hijo sea deportista. Es que sea feliz.